miércoles, 11 de marzo de 2009

EL ENCARGADO

EL ENCARGADO



Los infiltrados estuvimos en la temporada que el Teatro Libre hizo de El Encargado, versión libre de la obra homónima de Harold Pinter (The caretaker), adaptada y dirigida por Ricardo Camacho, uno de los directores teatrales de mayor trayectoria en Colombia, director fundador del Teatro Libre, y profundo convencido de la necesidad de universalizar el teatro colombiano y así trascender su folclorismo actual.
Algunos de nosotros teníamos prevenciones respecto a esta búsqueda de lo universal en el Teatro Libre, puesto que frecuentemente sus montajes redundan en una europeización afectada de una representación anacrónica y carente de identidad. Esta vez debemos decir que Camacho nos sorprendió gratamente, pues logra una estrecha relación con respecto al sentido dramatúrgico original (Pinter) y a la puesta en escena que involucra un sentido local (colombiano), particular (con respecto a cada espectador), y a la vez un sentido de la universalidad en la que interviene el dramaturgo, el director, y el espectador, quien ve fusionadas en escena las dos lecturas en un material que no guarda solemnidad ante grandes hitos de la historia del teatro, lo cual es muy usual cuando del Teatro Libre se trata. El Encargado además, en su propuesta nos demuestra la progresiva ambigüedad que va surgiendo entre el realismo y el absurdo, y cómo estos dos polos aparentemente opuestos, conviven en una simbiosis permanente en nuestra cultura colombiana.
Esta vez nos concentraremos en tres aspectos: el análisis del procedimiento dramatúrgico, los personajes y la construcción del espacio escénico.


1) LO EXTRAORDINARIO DE LO ORDINARIO


El conflicto de El Encargado se basa en la lucha de tres personajes por apropiarse de un espacio: José, habitante inicial del espacio; Ortiz, quien llega a intentar apropiarse de éste y Carlos, el hermano de José, quien afirma ser el dueño en propiedad. El cuarto en cuestión está situado en una casa ya deteriorada ubicada en el sur de Bogotá. Cuando se inicia la obra, José un hombre amable y algo torpe, llega con Ortiz, un viejo vagabundo que ha rescatado de una pelea en la taberna donde trabajaba. Ortiz es un hombre lleno de resentimiento que siente ser atacado constantemente, sea por “los negros” o por su bienhechor José. Debido a su necesidad de conseguir un techo, Ortiz comienza a intentar apropiarse de éste valiéndose de la generosidad de José, pero choca contra Carlos, quien aunque inicialmente se muestra desconfiado con el viejo, le ofrece empleo de cuidandero o “encargado” de la casa. Debido a esto Ortiz trata de aprovechar y ocasionar conflicto entre los hermanos.

Este conflicto se estructura en un procedimiento dramatúrgico configurado a partir del nivel de información que tenemos con respecto a los personajes y sus intenciones. Así, al espectador se le mantiene muy poco informado respecto al tipo de relación que existe entre los hermanos: José manifiesta su interés por ayudar a Ortiz, mientras Carlos se muestra más desconfiado e inicia con éste una relación más pragmática. Esto hace que Ortiz, paradójicamente, sienta más simpatía y confianza hacia Carlos, que hacia su primer y en últimas único benefactor. Sin embargo, por momentos dudamos de las intenciones de ambos hermanos, pues en ningún momento se registra comunicación clara entre ellos que establezca para el espectador sus intenciones frente a Ortiz. Eso hace que el espectador tenga el mismo nivel de información que Ortiz y que por tanto simpatice con él, sorprendiéndose alternativamente ante las reacciones de los hermanos. Se crea entonces una atmósfera de suspenso a partir del manejo parcial de la información que le es suministrada al público.

Esquemáticamente podríamos establecer el procedimiento de la obra desde el punto de vista temporal en el manejo de la información así: A (Carlos) habla a B (Ortiz) sobre C (José), pero B nunca contará a C lo que cuenta A. B se convierte en espejo, según su conveniencia, de lo que digan A y C.

Este procedimiento está logrado a través principalmente del manejo de los diálogos, que permiten mantener oculta la estrategia de los personajes en su lucha por mantener el dominio del espacio, lo cual nunca es obvio. Ese tipo de lenguaje abre otras posibilidades, como la de develar la interioridad de cada uno profundizando cada vez más y mostrando en la medida que se avanza en ese juego y en esa relación, la materia de la que están compuestos los personajes. Por eso, en este intento se desarrollan toda una serie de juegos agresivos, en los que cada uno a su manera implementa tácticas por mantener su dominio del espacio.

Se presenta así desde el punto de vista temático, el problema de la incomunicación, subrayado a través de juegos metalingüísticos, patentes en expresiones utilizadas reiteradamente por los personajes tales como “¿sí me entiende?”. La relación entre los hermanos se halla resquebrajada al grado de admitir a un extraño, quien busca un hogar, y que termina ejerciendo como intermediario entre ellos, abriendo la posibilidad para que se desarrollen las situaciones más absurdas. Se plantea así la paradoja eje de la dramaturgia de la obra: es más fácil iniciar una relación hasta cierto grado de profundidad con un extraño, que con alguien aparentemente más cercano.

El montaje logra combinar el mundo individual, el interior de los personajes, con su contexto social, es decir, están presentes lo público y lo privado. Esto se evidencia en la configuración de todos los elementos para la creación de una situación en la que se muestran las relaciones aparentemente normales entre tres personajes, que poco a poco van revelando lo turbio y siniestro del ser humano, el cual es capaz de intentar la destrucción de otro aún en las circunstancias de mayor intimidad.

Con respecto a la adaptación, podemos considerar que el montaje del Teatro Libre de Bogotá es acertado, pues gracias al respaldo de un gran dramaturgo, se resguarda de la posibilidad de aparecer como una obra netamente costumbrista, debido a la exploración a fondo en el lenguaje y el modo de vida de los sectores populares de nuestra sociedad. La obra original sucede en un barrio popular de Londres y tiene una serie de referencias específicas concretas de la vida de estos sectores, que al ser trasladado al contexto colombiano no sufre mermas en cuanto a la posibilidad de presentar a través de un hecho local, una situación humana universal.

2) EL UNIVERSO A LA VUELTA DE LA ESQUINA



Enfocando el análisis desde los personajes, encontramos la exposición de un típico cuadro patológico familiar, muy cuidadosamente situado en el contexto de la sociedad colombiana. Entre más estrechos son los lazos de familia y el pasado que une las vidas de los dos hermanos José y Carlos, más distante es su posibilidad de comunicación, teniendo que apelar al encargado (Ortiz), quien sirve a la vez de intermediario y de chivo expiatorio en una relación fraternal inseparable y enfermiza. Al mismo tiempo, nos deja ver en Ortiz un indigente en busca de un techo, que para conseguirlo está dispuesto a volverse un camaleón sirviente de dos patrones antagónicos, de acuerdo con su conveniencia. Más colombianos no podrían ser estos personajes, ni tampoco más universales.
Si bien la ruptura de la comunicación al interior de la familia es un conflicto universal, así como la necesidad de arraigarse a un espacio a costa de lo que sea, existen elementos en la caracterización de los personajes, que nos sitúan muy acertadamente en nuestro contexto socio-cultural. Carlos, por ejemplo, es la representación fidedigna de la clase popular que persigue un ascenso social a partir de la mediocre imitación de una clase social supuestamente más elevada. Su arribismo, su chabacanería, y al mismo tiempo su convicción del dinero como una prueba inefable de superioridad, hacen de este personaje un prototipo de una sociedad atravesada transversalmente por el narcotráfico durante varias generaciones. Ortiz, por su parte, es un emblema indudable del indigente errante, el campesino que no encuentra su lugar en la ciudad, pero que también ha perdido sus raíces en el campo, se ha convertido en una suerte de mutante, un ser que no pertenece a ningún lado y que por lo tanto, se aferra con facilidad a cualquier espacio que le sirva como refugio, utilizando la astucia como el escudo de su fragilidad, bajo el muy reconocido refrán colombiano papaya partida, papaya tomada. En este personaje en particular, notamos la experticia actoral de su intérprete Héctor Bayona, que enriquece los gestos sociales prototípicos del personaje sin despojarlo de sus profundas contradicciones que lo ponen siempre entre la ternura y la mezquindad.
Es en el personaje de José en donde a nuestro parecer surge una ligera inconsistencia, pues Ortiz y Carlos están diseñados como personajes paradigmáticos fácilmente reconocibles desde sus estigmas sociales, en tanto que José carece de ello por completo. Ni por la dramaturgia, ni por su actuación podemos apreciar tan contundentemente su proveniencia socio-cultural, quedando un personaje en este sentido demasiado neutro, que fractura un poco el tono costumbrista en la interpretación de los otros dos roles y por lo tanto, rompe esa combinación maravillosa de costumbrismo con teatro del absurdo para describir una sociedad en decadencia que se ha quedado enmarañada en su propia basura.


3) DESARRAIGO, ENCIERRO Y DISCORDIA

Chécheres y basura invaden una pequeña habitación, cosas inútiles que son propias de un decadente barrio popular de Bogotá y que por las referencias a vecinos costeños y baños compartidos, podría evocar un inquilinato. El Encargado, es una obra que sin duda alguna, hace del espacio el eje de la acción, creación de atmósfera y redimensiona la psicología de turbios personajes.
Construyen una atmósfera de colores fríos, sórdida, donde la humedad es testigo del abandono y la desolación; una construcción escenográfica absolutamente realista que propone una literalidad para nada vana o superficial; puesto que evidencia un espacio inútil, estancado; que no sólo atrapa a los personajes, sino que los absorbe; y como animales territoriales, establece una lucha de destrucción entre ellos por el patético lugar.

El desarraigo provoca una lucha deshumanizada por un cuartucho, Ortiz es el personaje que nos muestra que aquel que no tenga un espacio en el mundo, no sirve, es un desadaptado social; entonces la solución es hacerse necesario en un espacio, o apoderarse de él. Esta propiedad por la que se disputa la potestad, es un espacio ecléctico, que tiene un significado diferente para cada personaje.
Entre tanto, el encierro obliga a los personajes a intimar aún más; en dicho cuarto no hay dónde cambiarse, es inevitable hablar y ver al otro; este hacinamiento es fundamental e interesante, porque la penumbra y la lluvia les recuerdan que deben estar allí… de modo que, la intimidad y privacidad son anuladas bruscamente; la profanación por un extraño es la invasión y conquista.
La hostilidad es permanente en la obra, el exterior no es amable (lluvia) y el interior rechaza la presencia humana, encontramos arbitrariedad sobre los objetos en el espacio, cada cosa tiene un orden que no es funcional -los tarros por los que pasa José por ejemplo-, son elementos que establecen una relación fársica entre ellos, su función y los personajes. La negación de identidad también se da por medio de los objetos: lavamanos, camas, paquetes, electrodomésticos dañados, plásticos, periódicos, carro de supermercado. Tantos objetos impiden saber de quién es realmente el espacio ¿de Carlos, de José?

Allí, donde hay goteras y un buda dorado que recuerda aquel lejano deseo de prosperidad; se logra evocar y recalcar sueños e ilusiones de los personajes, un anhelo de naturaleza como la enramada de José o la casa de lujo que aspira alquilar Carlos; testimonia la constante incertidumbre sobre el futuro y la esperanza de estos personajes. Dicha literalidad es rica en espacios abstractos: el baño, la habitación de los vecinos, los barrios y las rutas de transportes, lo urbano y lo rural se dibujan en la mente del espectador por medio de palabras; el espacio es estático, el texto no, y siempre está la fuerte relación entre lo interior y lo exterior.

Un espacio vital, exhibe la expropiación y delata el abuso de confianza; evidencia las pésimas relaciones entre dos hermanos, quienes excusándose en la habitación tienen algo de comunicación; se nos descubre que la miseria hace al hombre miserable. La gente vive en las ciudades, la idea de reparar para luego usar o vender, el “después lo haré”, un par de zapatos que definen la identidad de un rechazado social (¿Qué es un hombre sin zapatos?); son testimonio de la inutilidad de aferrarse a trebejos sin valor; este retorcido espacio es propio de retorcidos personajes, a su imagen y semejanza.

Quedarse o no allí, expectativas de viajes a Chocontá y la absoluta negación a abandonar el espacio es parte de aquello que significa tener vivienda en una ciudad de alcantarilla que produce hombres oportunistas, racistas, traumados, discriminados. Pinter muestra a Londres hiriente; Camacho revela a Bogotá en sus bajos fondos, un tanto sórdida, un tanto loca; aún así, la deshumanización pasa en ambas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

bien!

Anónimo dijo...

seria bueno que escribieran sobre otros teatros, como los comunitarios y esos, y tambien los experimentales y los montajes de la Asab y otras escuelas.

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